Por: Andrés Ruiz Worth

24 de julio de 2020
A Hernando Higera me lo presentó un tÃo cuando yo era estudiante en la universidad. Para entonces Higuera ya era más amigo de los hijos de sus amigos que de sus amigos. Cuando traÃa a un desconocido a su velero, de entrada le pasaba una cerveza acompañada de su amistad. El espÃritu del capitán era el de un niño de barba blanca, marina a lo Hemingway, un niño dentro de una piel curtida por la sal, el sol, el timón y los cabos de su barco, o de su barca, porque la vela y la mar, y todas aquellas cosas, rebosaban una sensualidad que para él era espiritual.
Sucedió asà una noche en su barca, anclada a la bahÃa de Cartagena: el capitán me contó que todas las mañanas recitaba una oración que le mandaba una amiga vÃa whatsapp. Y que tenÃa el resto del dÃa para masticar las palabras o bajarlas con espuma. Para él su vida estaba perfectamente redondeada. Durante veinte años visitó el paraÃso a lo largo de casi seiscientos viajes de ida y vuelta al archipiélago de San Blas, siempre con alguna Beatriz de tripulante. PodrÃa decirse que su barca esa noche se parecÃa al purgatorio: "Lo cierto es que me siento listo para morir", sentenció Higuera, "soy capaz de sentir el viento en mi alma". Entonces comenzó a crisparse la mar celeste, que vino a buscarlo, y la barca nos meció. Esta madrugada el viento se llevó el último soplo del Capi y con él su alma, para que siga siendo libre eternamente.​
